La otra mirada...

16.8.06

¿Cómo pudimos caer tan bajo?

Hace tiempo que en Argentina no vivimos en democracia. Al menos si, recordando la vieja definición, entendemos a la democracia como el "gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo". Reiteradas veces sostuve que "el pueblo" no existe, que es una entelequia creada por los tiranos de cada época para justificar sus ansias de poder. Lo que existe son los individuos, y el "pueblo" no es otra cosa que el conjunto de individuos que habita un determinado espacio geográfico, por lo que habría modificar la definición de democracia como "el gobierno de los individuos, por los individuos y para los individuos". Hecha la aclaración, podemos simplificar sosteniendo que la democracia es aquel sistema donde los individuos tienen un máximo de autogobierno, un máximo de libertad y un mínimo de intervención del Estado en sus vidas. Una nota definitoria de este sistema es que las decisiones colectivas que ineludiblemente hay que tomar en toda comunidad sean adoptadas por representantes de los individuos, libremente elegidos en elecciones. Es decir, en la democracia los "representantes del pueblo" son meros mandatarios de los electores, que deben seguir sus instrucciones. Un sistema donde los representantes usurpan el poder de los representados y lo utilizan a su antojo, mediante "superpoderes" o "decretos de necesidad y urgencia", donde se dictan leyes contrarias a los derechos y la libertad de los individuos, ciertamente no puede ser denominado democracia. Así estamos en Argentina desde hace un buen tiempo. ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? Nadie regala lo que le pertenece alegremente para que otros lo utilicen sin ningún control. Sólo una sociedad compuesta de individuos que no saben que es propio y que es ajeno puede consentir la usurpación del poder público por una casta de tiranos. Argentina alguna vez fue un país próspero, con individuos que sabían cuales eran sus derechos, aunque más no sea instintivamente. Sabían que el destino estaba en sus propias manos, y así levantaron ciudades y caminos, industrias y monumentos, sin otra herramienta que el sudor de la frente, sin otro capital que la libertad y el trabajo. Pero pronto empezaron a aparecer escritores y políticos dispuestos a hacer olvidar a los ciudadanos donde estaba el poder, donde residía la fuerza que promueve el progreso. Primero, cuando empezaron a surgir algunas dificultades propias de toda sociedad dinámica y en crecimiento, ellos procuraron poner las culpas en factores externos: los extranjeros, el comunismo, el sionismo, el capitalismo internacional, el imperialismo y una larga lista de etcéteras. Una vez que lograron convencer a los argentinos de que no eran responsables de su propia desgracia, una vez que lograron que se pierda toda noción de responsabilidad, se empezó con la tarea de destruir los cimientos de la dignidad individual. Se comenzó a enseñar que la riqueza no es fruto del esfuerzo, sino del despojo del prójimo. Se ejemplificó despojando a unos y repartiendo a otros, y se mostró al humilde que todo lo que tenía se lo debía al líder que llevaba a cabo el latrocinio. Pronto se forjó una sociedad de individuos sin autoestima, que creen que nada valen, que nada pueden hacer de sus vidas por si mismos, pero que tampoco son responsables de sus desgracias. Una sociedad de mansos corderos que esperan un pastor que guíe el rebaño. El fácil ver la verdad de este aserto. El argentino nunca se siente responsable de nada. Si una junta militar se convierte en amo y señor de la república y asesina a miles de compatriotas, debió haber llegado en un plato volador. Si la pobreza se multiplica en cada rincón del país, la maldad de alguna potencia extranjera debe de tener la culpa. Incluso si la selección argentina pierde un partido de fútbol, la culpa ha de ser del árbitro o de una conspiración de la FIFA. El argentino es bueno e indolente por naturaleza, y jamás tiene la culpa de nada. Pero así como el argentino no tiene culpas, tampoco tiene méritos. Es mero títere del destino, humilde servidor de una voluntad superior. En Argentina los grandes logros jamás se atribuyen al esfuerzo de las personas, sino a la gracia de los gobiernos. Si se multiplican las industrias y el empleo, ello no se vincula al esfuerzo de miles de emprendedores, sino a la visión prodigiosa del estadista. Así estamos, hemos perdido toda noción de responsabilidad y toda noción de dignidad. No nos creemos capaces de tomar decisiones por nuestra propia cuenta. Respiraríamos satisfechos si papá gobierno nos dijera a la mañana si peinarnos con la raya al medio, o nos avisara cuándo sacar los fideos del fuego. Lo consideraríamos propio de un gobierno preocupado por el "bienestar general" y no un acto despótico de intromisión en la vida de los individuos. En este estado de resignación y complacencia generalizadas, con esta falta de conciencia del propio derecho y desconsideración por la propia libertad, con esta absoluta falta de amor propio, no es extraño que los argentinos miremos para otro lado cuando un par de iluminados nos mienten descaradamente robándonos lo que es nuestro y diciéndonos que lo hacen en nuestro propio beneficio.

3.8.06

Bailando en el Titanic

En la fría noche el Titanic avanza hacia la tragedia. Algunos marineros intentan avisar al capitán que han divisado un iceberg, que el peligro de colisión es grande, pero que puede evitarse modificando el rumbo.
El capitán, en medio del fastuoso baile en el salón principal, les reclama que se callen, que no alarmen al pasaje con sus pronósticos, que él conoce los peligros del trayecto y que sabiamente guiará el barco a buen puerto.
Mucho antes de que la colisión sea inminente, empiezan a advertirse señales de que algo anda mal.
Empieza a fallar el suministro eléctrico, debido a la falta de combustible. Ya algunos ingenieros habían advertido antes de zarpar que si no se liberaban sus precios, no habría combustible suficiente para completar la travesía: nadie estaría dispuesto a suministrarlo a pérdida. Ante los primeros bajones de tensión, el Capitán prefiere adquirir combustible de otros buques a tres veces el precio al que podrían producirlo sus propios ingenieros, antes que admitir su error. La compra se financia con la venta subrepticia de parte del equipaje, que va a engrosar las arcas de algunos capitanes que ejercen la tiranía sobre su propia tripulación. Así y todo, los apagones en el Titanic se tornan cada vez más frecuentes, y ante la alarma de los viajeros, el Capitán elude su responsabilidad aduciendo que los desperfectos se deben a la picardía de algunos saboteadores, a los que pronto encontrará y les impondrá castigo. La mujer del Capitán ordena que se reanude la fiesta, que se suba el volumen de la música, se sirvan nuevos manjares y se doble la potencia de las máquinas. El pasaje continúa los festejos, disfruta del baile y mira desconfiado a los marineros que pretenden aguar la fiesta con sus negros augurios.
Un rato más tarde, los pasajeros de la tercera clase comienzan a advertir que, por falta de mantenimiento (el dinero destinado a esos fines se dedicó a financiar la fiesta en la cubierta principal), el agua comienza a filtrarse por el casco. Enterado de la creciente preocupación de los viajeros de la clase económica, el Capitán manda a robar bienes de los camarotes de primera clase y los reparte entre los ocupantes de los niveles inferiores del buque para que permanezcan en calma.
Horas más tarde el desastre se torna inevitable, no sólo el iceberg está demasiado cerca, sino que las máquinas colapsan y barco comienza a inundarse por las filtraciones del casco, por lo que modificar el rumbo es ya imposible.
Al advertir la situación, los pasajeros finalmente toman conciencia de la irresponsabilidad del capitán, toman nota del saqueo de sus camarotes, y salen a buscar a los responsables del inminente desastre.
Es en vano, puesto que el Capitán, su esposa y los principales oficiales hace tiempo que han abandonado el barco en los botes salvavidas.